Con olor a barrio.

Aún así, el enclave me parecía maravilloso, un bancal lastrado, con multitud de ramas secas, grillos y salamanquesas. Lo primero que hacíamos cuando empezaba el verano era reunirnos en aquel lugar, si los boletines lo permitían, cargados de cubos, palas y rastrillos. Tras varios días de trabajos forzados, y casi siempre coincidiendo en viernes por la tarde, teniamos a nuestra disposición nuestro campo de fútbol, el más deseado. La esquina era nuestro punto de encuentro y la hora las cuatro de la tarde. Puntuales eso sí, con el único objetivo de compartir y de soñar con los goles que estaban por venir.

Siempre vestíamos de corto, en verano y en invierno. El calzado era lo más preciado, como máximo unas Marco Amat, hicieras lo que hicieras tenías que llegar a casa limpito y con una sonrisa reluciente. La pisada era fundamental para determinar la disposición de los equipos, quedar para el último decía mucho de nuestras capacidades y de nuestras limitaciones, pero como no había banquillo, no se corrían grandes riesgos.

Nuestras aficiones pasaban por ser del equipo que nuestro padre nos legó, la mayoría del Madrid y del Barsa, algunos, como yo, del glorioso Atlético de Madrid. Sólo había una pelota, de cuero y el partido se acababa cuando el dueño se iba a casa, ni antes ni después. Amigo lector, puedes estar seguro de que si el balón era mío, el partido se demoraba hasta horas intempestivas.

El rectángulo de juego lo dividía una línea imaginaria, siempre en dos partes simétricas. La parte más solicitada correspondía a la portería que no daba a la carretera, con el riesgo que suponía, era la zona de los grandes goles, de las grandes paradas, de los grandes regates y de los cortes de manga. Dispuestos los equipos en el terreno de juego, barrio contra barrio, se oia un silbido que determinaba el inicio de partido. La táctica de juego utilizada era bastante simple, portero, defensas y delanteros. Las porterías quedaban definidas por por dos piedras cubiertas con camisetas blancas, así le daba mayor visibilidad. El larguero dependía del tamaño del portero, siempre hasta donde su mano alcanzara, nunca jamás pudimos tener travesaños e imaginábamos los tiros al palo como si de goles se tratara.

Las reglas eran las mismas que en los partidos de primera y la mayoría de las veces no se admitían balonazos. Casi nunca había espectadores, a veces se dejaba caer algún vecino, algún buscador de jugadores con olor a pescado, para el Oriente o el Pavía.

Nunca hubo grandes peleas y el juego era limpio, llegabas abrazado y salías abrazado, magullado pero contento. Años después paso por aquel lugar donde ahora se alza un edificio de seis plantas, todavía puedo oler el particular olor a tierra seca y escuchar el sonido de los grillos zapateros, siento el abrazo del Buitre, que sudado me dice — buen partido Polilla.

Así jugábamos antes, así vivíamos antes y así lo recuerdo ahora.

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