Lunático al sol.

Lo más divertido de vivir en la cara oculta de la luna es que siempre es de noche, hecho tremendamente importante para un albino como yo.

Llevo varias décadas viviendo a la orilla del mar Moscoiense, mis padres se trasladaron allí cuando nací, seguramente por mi enfermedad, aunque siempre aducían que fue debido a lo mal que le quedaban a mi padre las gafas de sol, dada su prominente nariz aguileña y una desviación de tabique nasal nada despreciable. Me preguntaba cómo sería un atardecer, un eclipse de sol, incluso sentía el influjo en los días de luna llena (aunque esto último no podría asegurarlo). Con mis amigos solía hacer turismo de montaña, o de cráteres, mejor dicho. Este año tocaba visitar el cráter Apolo, pero no lograron convencerme, me apetecía hacer algo diferente. Los folletos de la agencia de viajes proponían unas vacaciones de sol y playa, destino La Tierra, Almería y sus playas fueron la opción elegida. No tenía ropa para la ocasión, el lugar en el que vivo es tremendamente húmedo y con temperaturas que no bajan de los -170 C en invierno, y en verano. Realmente no hay estaciones en la cara oculta de la luna, pero yo marco el calendario, imaginándolas.

Lo que más me costó encontrar fue unas buenas gafas de sol, que debían quedarme un poco mejor que a mi padre, y una crema solar con factor suficiente para mi delicada piel, factor 80 fue lo más atrevido que encontré. El viaje fue largo, pero ameno. Pasé la mayor parte leyendo novelas de Verne, mi favorito. Acababa “de la tierra a la luna” cuando vislumbré el planeta azul por primera vez, no tardé demasiado en localizar la bota, poco después la Península Ibérica y enseguida mi destino, Cabo de Gata.

Salí del cohete Luna 3 a las 15.00 horas bajo un sol de campeonato, vestía pantalón y camisa de manga larga y un pañuelo que me cubría la cabeza casi totalmente, mis gafas de sol y una botella de agua mineral. La sensación al bajar de la aeronave fue agónica, una bocanada de aire de levante que me hizo estremecer.

El resto de vacaciones las pasé en una habitación de hotel, no recuerdo nada ni a nadie, ni mucho que contar, sólo el grillar de los zapateros que me advertía que fuera se debía estar cociendo algo importante. Pasadas dos semanas emprendí el viaje de vuelta, con Verne y sin gloria.

—¿Y a ese qué le pasa?, ¿habla solo?

—Nada, lo de siempre, serán recuerdos de un amor de verano.

—Bueno, ya se le pasará.

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