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Casa Padua.

Susana nació hace más de 50 años en la almadraba, pasó su niñez entre barcos de pesca y redes. Poco más de metro sesenta, morena y de pelo rizado, un pequeño lunar en la barbilla, grandes manos curtidas y con su eterna sonrisa es archiconocida en el lugar, forma parte de él como una pieza de museo. Su vestimenta es clásica, unos vaqueros gastados y una blusa turquesa que no complementan con sus sandalias de esparto. Unas enormes gafas de “culo de vaso” y un bastón de madera le ayudan a mantenerse erguida y mitigar los efectos que la polio le provocó años atrás.

Rodeada de idílicas playas y acantilados esculpidos se encuentra la casa de la playa, como la denomina Susana. Es una aldea marinera, de color blanco ocre, zócalo azul y tres imponentes ventanas de madera enmohecida debido a la humedad, que le confieren esa personalidad. Una pequeña puerta, también de color azul, conforman la totalidad de la fachada y dividen la vivienda en dos zonas asimétricas, unas losas encastradas en la pared la presentan como Casa Padua.

—Señor, paso a enseñarle la estancia—, comenta Susana.

Al entrar lo primero que me llamó la atención fue el penetrante olor a sal, que junto al sonido de las olas, vuelve a recordarme el lugar en el que me encuentro. La composición del lugar se establece de la siguiente forma: El pasillo tiene unos cinco metros y un sólo cuadro, donde posan sonrientes un hombre y una niña, subidos en un barco y adornado por una maravillosa puesta de sol. A la derecha una de las puertas nos lleva a una pequeña habitación, con una cama de forja y un pequeño armario, en la cama no hay colchón, al abrir la puerta del armario encuentro otro cuadro semejante al del pasillo. La poca luz natural y la escasa ventilación provoca la proliferación de moho en las juntas de las paredes.

Al fondo del pasillo se encuentra el único cuarto de baño de la vivienda, un vater de mármol blanco y una pequeña bañera oxidada, es todo lo que se puede ver. Hay una pequeña ventana de madera que da a la parte trasera de la vivienda.

A la izquierda, un pequeño salón-comedor con un sofá cama, al fondo un pasa platos que limita la cocina, con pocos muebles y sin electrodomésticos, sólo una mesa de madera con dos sillas perfectamente alienadas, sendas ventanas exteriores y una puerta que nos da paso a un patio interior. El patio está descuidado, pero tiene restos de lo que en épocas pasadas pudo ser zona de ocio y descanso. Me agacho y cojo un puñado de tierra árida que se me desintegra en las manos, sueño despierto como sería ese lugar.

En el centro del patio hay una fuente de piedra y granito, es la única parte de la casa que ha sobrevivido intacta el paso de los años. Se trata de una columna de piedra, con dos círculos concéntricos y a distinto nivel, la parte de arriba termina en lo que parece ser una flor de loto. Sobre ella, infinidad de hojas secas que suenan incansablemente cuando las azota el viento, que en esta zona es muy habitual.

—Si lo que busca es tranquilidad y una casa cerca del mar, está en el lugar apropiado—, comenta Susana con lágrimas en los ojos.